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Pilar Garcés

El desliz

Pilar Garcés

El desliz | Amanecerá Julio entre sus naranjos

Los desahucios no se han parado por mucho que la pandemia continúe. En el peor de los escenarios, personas y familias vulnerables son ‘lanzadas’ de sus casas a la cuneta

Amanecerá julio entre sus naranjos

Bien está lo que bien acaba, pero no siempre. A veces acaba bien algo que está muy mal, y ese paréntesis nos lleva a pensar que hay justicia y no una apariencia de justicia. O una justicia que se escurre de tanto lavarse las manos. Ha informado este diario la semana pasada sobre la amenaza de desahucio de Julio Díaz, de 84 años de edad, que sufre demencia y un cáncer en fase terminal. Vive en una planta baja que le legó su madre en el Rafal. Ha perdido el único espacio físico donde alguien en su estado puede sentirse seguro por una concatenación de desgracias que resumen los peores valores y comportamientos del prójimo. Avaló con la vivienda un préstamo a todas luces abusivo (59.000 euros que se convirtieron en 83.000 a devolver) de alguien que cogió el dinero y le dejó el marrón. Firmó con sus facultades mermadas y nadie se preocupó de tomar por él las debidas precauciones, las que además establece la ley. Para pagar al usurero le subastaron la casa y le dejaron el resto del dinero para que se busque un nuevo cobijo, una residencia que en plena pandemia letal podría ser su última morada. Pero él quiere pasear al amanecer entre los naranjos de su patio, que en esta época van cargados. Su desalojo se paralizó gracias a los activistas de la Plataforma de Afectados por la Hipoteca y a una querella presentada por su abogado cuando el cerrajero estaba en la puerta. Me pregunto qué clase de sociedad considera irremediable lo que le ha pasado a Julio. Todos los pasos del derecho han llevado a su lanzamiento inevitable, ninguno ha protegido sus intereses de miembro desvalido de una comunidad. Una palabra brutal, lanzamiento, para referirse a personas sacadas por la fuerza de su casa y echadas a la cuneta para que otros hagan negocio de la ignorancia ajena.

Para los más pobres se ha terminado el coronavirus. Las prórrogas, las moratorias, los auxilios y los respiros. Los boes y los capotes. Durante el estado de alarma se prohibió ejecutar desahucios, y hasta enero los afectados pueden pedir una suspensión. No debe ser fácil lograrla a tenor del rosario de dramas que seguimos conociendo, la mayoría instados por sociedades sin cara ni ojos que retoman su actividad con renovados bríos, sin importarles el desastre social en curso. Como si no se avecinara un invierno tremendo, como si el interés general tuviese algo que ver con el cobro de intereses exagerados. Me pregunto a quién hay que votar para que dejen de ocurrir cosas como una familia de Palma con tres niños, uno con discapacidad, salvada por la campana de irse a la calle por la intervención de los activistas de Stop Desnonaments. O una anciana en Madrid que pierde el piso donde ha habitado 45 años, y en el que había acogido a sus nietas e hija, a quien avaló el crédito (de nuevo con lucro usurero) para montar un restaurante del que tuvo que salir huyendo por sufrir violencia machista, y que luego cerró su maltratador. O tres familias expulsadas de un edificio que ha de seguir la norma implacable de la gentrificación del Casco Antiguo palmesano. Ejecuciones, lo llaman. Otra palabra brutal con la que describir un procedimiento para dejar a personas sin un techo que alguien que tiene la ley en su mano avala como si fuera lo correcto en este momento, en este país.

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