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Norberto Alcover

De aquel tiempo

Norberto Alcover

Aproximaciones a la última encíclica papal

Los jesuitas estamos acostumbrados a la práctica del «examen de conciencia», de manera que la proyección sobre la realidad derive en una transformación de la misma. Objetivarla, valorarla, decidirla. Es nuestra forma de ser «hombres éticos y morales» desde nuestra fe, insertos en el mundo que nos toque vivir. Personalmente, me siento apasionado por esta «conciencia de realidad», y en general las complicaciones de mi vida me han surgido por mis relaciones con la realidad, tan variada y tan provocadora. Y la realidad es tozuda, ambiciosa, dominante. Te trasforma mientras la transformas.

Llegado a los 83 años y al octavo de su pontificado, Francisco se decide a cerrar el círculo que abrió con La alegría del Evangelio, su primer documento a toda la Iglesia y humanidad, con su peculiar «examen de conciencia planetaria» desde la perspectiva teológica del amor. Y sitúa el núcleo de su examen en la parábola del samaritano bueno que ve al herido en el camino, se baja del caballo, lo atiende, le busca posada y afirma que más tarde pasará a pagar lo que cueste su recuperación. Y de esta manera, este hombre «caritativo y solidario» ejercita la «amistad social», uno de los conceptos llamativos del texto papal. Y ahí, en esta parábola (hoy diríamos «en este relato») se esconde descaradamente el sentido de la encíclica, que marca, hoy por hoy, un punto de llegada de su pontificado. Porque, como escribe él mismo: «Hemos sido hechos para la plenitud que solo se alcanza en el amor». De ahí que, en su sencillez lingüística y conceptual, este documento aparezca como un auténtico texto sobre «antropología cristiana», imposible de evitar en adelante.

En este contexto general que acabo de comentar, surgen varios elementos que recorren la encíclica y que enumero de la forma más sencilla posible, en el mismo estilo de Francisco:

Lugar privilegiado para los derechos humanos, de tal manera que estamos ante un desarrollo teórico y práctico de su aplicación en este momento histórico, de manera que nuestra reflexión teológica, nunca ausente, se da la mano con los principios que rigen, más o menos, las relaciones entre hombres y mujeres con su entorno. El Evangelio de Francisco es el mismo que el evangelio laico de la humanidad. Y por esta razón, su texto está dirigido a los creyentes, pero también a todos los hombres de buena voluntad.

Insistencia en el hecho connatural de la dignidad humana, consistente en que todos tenemos los mismos derechos en esa línea de «igualdad» que destruye la desigualdad imperante. Y es que los bienes que se nos ofrecen son de todos y cada uno, y siempre que acumulamos bienes en demasía, inútiles y superfluos, se los estamos quitando a otros hermanos nuestros que carecen de lo más elemental. No se trata de que el papa nos invite a revoluciones políticas y económicas en el sentido técnico de la palabra, porque lo que desea Francisco es que tomemos conciencia de nuestra forma de vivir, desde la perspectiva de la fraternidad.

Relevancia del «amor como encuentro», de forma que la individualidad ceda el paso a la alteridad, para construcción de un planeta más solidario. Cuestión que dedica también a la Iglesia, cuando habla del pecado de «autorreferencialidad» en lugar de salir de nosotros mismos para «ser para los demás». El amor nunca surge en la cerrazón del yo, aunque llamemos «obligación» a lo que, de suyo, es cerrazón egoísta. El caso de la inmigración.

Presencia de la trascendencia como ese absoluto en el que la fraternidad universal adquiere definitivo valor al identificarse con el designo paternal de Dios y la encarnación del mismo en la persona de Jesús de Nazaret. Nunca evita Francisco esta dimensión, lo que convierte el texto en un indirecto «tratado teológico» no desde la teoría antes bien desde la realidad. El ser humano necesita la trascendencia de Dios para instalar sus derechos en «algo» absoluto, más allá de toda relativización.

El protagonismo de los pobres en cuanto tales, esos humanos, que son víctima de una terrible «aporofobia», es decir de un odio al pobre como se instala en nuestra sociedad. Los problemas de la humanidad residen en que «dejamos fuera de juego» a los pobres, vulnerables, descartados. Y de esta manera ofendemos al creador y salvador, que los ama con el mismo amor samaritano que a nosotros, los pudientes.

Pero todo este impresionante «examen de conciencia» lo fundamenta Francisco en una «objetivación de la realidad actual» de una sencillez, pero también hondura con que abre, de suyo, su encíclica. Perdidos como andamos entre tanta noticia dispersa, que tantas veces, nos esconde lo real, este papa argentino pone ante nuestras narices de ciudadanos aturdidos por lo que nos falta, el dolor humano en todas sus vertientes actuales, desde la social a la económica, pasando por la política, ideológica y hasta religiosa. Imbuidos de este panorama con el que arranca la encíclica, se han de tener entrañas enfermizas para negarle al documento seriedad, contundencia antropológica y solidez teológica. Se niega su relevancia porque nos avergüenza el examen al que nos somete. Nos humilla esta tremenda «lectura de la realidad». Los creyentes harían bien en silenciar palabras despectivas, que golpean a toda la Iglesia, y los no creyentes reconocerán la honradez de Francisco al dirigirse a ellos como elementales humanos.

En tiempos de tormenta mundial, estamos ante un texto de obligada lectura, sobre todo para quienes, como yo mismo, somos dueños de nuestras vidas, gozamos de una riqueza que nos supera, muchas veces no nos bajamos de la cabalgadura para atender al herido, y, en fin, preferimos escondernos bajo una permanente queja de lo que nos falte, antes de practicar la fraternidad. Por favor, lean la encíclica… dejándose afectar por ella. Ganar en realidad siempre es bueno. Ganar realidad desde la fe, es mucho mejor.

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