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Daniel Capó

¡No tengáis miedo!

Donald Trump ha vuelto a la Casa Blanca recuperando el lema inaugural del pontificado de Juan Pablo II: «¡No tengáis miedo!». Hay que pensar que se trata –estamos en pleno periodo electoral– de un guiño al votante católico conservador, al igual que sucede con la elección de la juez Amy Coney Barrett para el Tribunal Supremo. Pero el objetivo no es sólo ganar unos cuantos votos por ese flanco, sino una maniobra más amplia que le permita ofrecer una imagen de líder atrevido y valeroso, sin sombra alguna de cobardía. No tener miedo enlaza con el sueño americano del Lejano Oeste, indisociable del coraje físico. Por supuesto, ninguna nación crece sobre el temor ni desea inscribir en su imaginario colectivo esa palabra. Desde el centro del poder mundial –el despacho, el balcón, los jardines de la Casa Blanca–, Trump reivindica así la grandeza de los Estados Unidos frente a los desafíos de la historia, ya sea China o la pandemia.

A otra escala más cercana, decirle no al miedo y romper con los muros del confinamiento sería una buena lección para nosotros. Tras una larga década de fracasos continuados y decadencia colectiva, el fantasma del 98 ha vuelto a recorrer España. La generación del 98, más allá de su calidad literaria, representa lo peor del quijotismo: la anémica y triste figura de quien se enfrenta a los molinos de la imaginación, en lugar de aprovechar las posibilidades que ofrece el presente. Ante una revolución económica y tecnológica que no logramos entender y que nos coge mal preparados, sin base industrial ni de innovación, sin una escuela de calidad –además de envejecidos y endeudados–, sólo un paso adelante firme y decidido de nuestras elites públicas y privadas puede insuflarnos la esperanza necesaria. No tener miedo consiste ante todo en recuperar la seriedad y huir de ensoñaciones y debates estériles. Construir de nuevo desde abajo es más importante que azuzar una España contra la otra o pretender emponzoñar los símbolos nacionales. Recuperar una cultura familiar del trabajo, en lugar de la del pelotazo que asociamos a la riqueza en estos últimos veinte años, urge más que cualquier vía férrea de alta velocidad. Fortalecer la base de las clases medias –en vez de fustigarlas con nuevos impuestos– debería formar parte del consenso general de una sociedad que se quiere desarrollada. En realidad, casi cualquier problema actual exige la misma respuesta, que no es tanto una inexistente solución ideal como dejar de lado las banderías y los conflictos culturales a fin de cimentar una esperanza que tenga su origen en la imprescindible seriedad.

No debemos tener miedo a recuperar el espíritu de la Transición, la cual hizo posibles los grandes acuerdos con los que se modernizó nuestra economía: de los planes de estabilización a los pactos de la Moncloa. Los fondos europeos deberían ser puente de paso y tratamiento de choque que aliviase los síntomas de la crisis. Pero, de nuevo, sus efectos sólo serán duraderos si sabemos asignar bien el capital y no permitimos que se vaya –como con el plan E– por el sumidero de un derroche cautivo en manos de una minoría. Pensar que en pocos años vamos a ser líderes en I+D verde es tan ilusorio como creer que contamos con la mejor clase política de Europa. Desechar el miedo no es trumpismo, sino la plena asunción de nuestra responsabilidad con el presente y con las generaciones venideras. Ha llegado la hora de romper con el confinamiento mental causado por el temor a un nuevo 98. Construyamos como adultos nuestro futuro.

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