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JOrge Dezcallar

Veneno

En Rusia hoy se envenena más que en la corte papal de los Borgias, aunque mucho me temo que esto acabará con algunas sanciones simbólicas porque la ‘realpolitik’ se impondrá

Deshacerse del prójimo molesto viene de muy atrás, pues ya Caín mató a Abel con una quijada de burro. Pero Caín era muy primitivo. El veneno, algo mucho más sofisticado, llegó milenios más tarde. Sócrates fue uno de los primeros en probar sus “ventajas” cuando le condenaron a un trago de cicuta posiblemente mezclada con opiáceos y vino para suavizar otros “efectos secundarios”. Agripina mató a su esposo Claudio con un plato de setas (amanitas) para abrir paso hacia el trono a su hijo Nerón, que luego se mostraría tan desagradecido. Cleopatra se suicidó con el veneno de una víbora para evitar la vergüenza de ser exhibida por las calles de Roma encadenada tras la cuádriga de Augusto. 

La moda de envenenar llegó a Francia desde Italia con Catalina de Medicis que, según cuenta Alejandro Dumas en La reina Margot, mató por error a su hijo Carlos con un bonito tratado de cetrería, al estilo de lo que sucedía en un monasterio medieval donde un libro de Aristóteles “asesinaba” hasta que la trama fue descubierta por fray Guillermo de Baskerville en plan Sherlock Holmes. Lo cuenta Umberto Eco en El nombre de la rosa. Pero hay que reconocer que como envenenadores nadie superó a César y Lucrecia Borgia, que utilizaron el arsénico con generosidad para librarse de cuantos les importunaban. Más cerca de nuestro tiempo, investigaciones recientes han determinado que Napoleón fue envenenado en Santa Elena, mientras que Herman Göering evitó la horca tras el juicio de Nuremberg gracias a una cápsula de cianuro que logró abrirse camino hasta su celda, y que Rasputín aguantó dosis de veneno que hubieran tumbado a un caballo y el príncipe Yusupof tuvo que acabar con él a tiros. Agatha Christie llamó Estricnina a su primera novela para dejar claras sus preferencias, y el opositor búlgaro Giorgi Markov fue pinchado en una pierna en Londres con un paraguas envenenado. 

En los últimos años se abren paso otras sustancias porque “hoy las ciencias adelantan que es una barbaridad”, como ya decía La verbena de la paloma del maestro Bretón. Una autopsia desveló que Yasser Arafat murió en 2004 asesinado con polonio, igual que le ocurrió al espía ruso Alexander Litvinenko en Londres en 2006. Kim Jong-naim, hermano exiliado y locuaz del dictador norcoreano, fue asesinado hace tres años en el aeropuerto de Kuala Lumpur cuando dos mujeres le rociaron la cara con una neurotoxina muy potente conocida por las siglas VX. Parecido a lo que el Mossad había intentado años antes en Ammán con el palestino Meshal, que sobrevivió. La última moda en esto de los envenenamientos es otro agente neurotóxico desarrollado en los laboratorios soviéticos de la Guerra Fría y conocido como Novichok. El exespía ruso Sergei Skripal fue contaminado al tocar el pomo de la puerta de su casa de Londres, previamente impregnado con esta sustancia. Tanto él como su hija Yulia salvaron la vida, aunque no tuvo tanta suerte un agente de la policía británica que investigaba el caso. 

Y así llegamos a Alexander Navalny, un conocido opositor de Vladimir Putin desde 2012, que fue candidato a la alcaldía de Moscú en 2013 donde obtuvo el 27% de los votos, y que no había dejado de criticarle desde entonces. No era un peligro inminente pero para el Kremlin era lo que aquí llamaríamos una mosca cojonera y en los EE UU, que tampoco son muy refinados, llaman “una molestia en el culo”. Una molestia que empeoraba a medida que la situación bielorrusa hacía aflorar los nervios por lo de “las barbas del vecino” y bajaba la popularidad del presidente (85% en 2015 y 60% ahora). El caso es que Navalny se encontró a morir, literalmente, a poco de subir a un avión que tuvo que hacer un aterrizaje de emergencia para atenderle. Al parecer bebió en su hotel una botella de agua envenenada. El escándalo fue tan grande que obligó a las autoridades rusas a permitir su traslado a Alemania unos días más tarde, quizás con la esperanza de que para entonces se hubiera difuminado el rastro de la sustancia ingerida. Sin embargo, médicos alemanes han encontrado en su cuerpo restos de Novichok, lo mismo que le administraron a Skripal. Y resulta que esa sustancia, al igual que el polonio de Arafat y de Litvinenko, no es fácil de conseguir y está al alcance de muy pocos laboratorios, lo que significa que el que la usa no tiene inconveniente en dejar huella, como advertencia para otros si siguen molestando.

No quiero insinuar que el presidente de la Federación Rusa esté detrás de lo ocurrido, a pesar de su conocido pasado en las filas de la temida KGB soviética. El responsable es el sistema, que no entiende lo que es una democracia porque Rusia nunca la ha tenido, y que interpreta la discrepancia como una amenaza. Sin excluir que algunos funcionarios quieran hacer méritos por su cuenta. Sea como fuere, el resultado es inadmisible porque en Rusia hoy se envenena más que en la corte papal de los Borgias, aunque mucho me temo que esto acabará con algunas sanciones simbólicas porque la realpolitik se impondrá recordándonos que necesitamos a Moscú en escenarios tan distantes como Siria, Ucrania y Libia. Y porque lo ocurrido tampoco ha causado gran conmoción dentro de Rusia, se ve que están habituados. Por eso mucho me temo que Navalny, que afortunadamente se recupera y quiere volver a su país, no será la última víctima de un régimen que no sabe aceptar las discrepancias y que seguirá desarrollando nuevas e imaginativas maneras de envenenar a los adversarios. 

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