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Eduardo Jordà

Confinar

El confinamiento que vivimos fue uno de los más duros y más largos del mundo. Y cosa curiosa, casi todo el mundo lo aceptó con extraordinaria resignación

El verbo confinar tiene connotaciones siniestras. Se confina en un manicomio a las personas que sufren desarreglos mentales y cuya conducta puede convertirse en peligrosa. Se confina en un gueto (como el gueto de Varsovia cercado por los nazis) a las personas que se consideran indignas de ser tratadas como seres humanos. O se confina en un campo de concentración –o de reeducación– a todas las personas que se consideran peligrosas y que por eso mismo ya no tienen derecho a mezclarse con las demás: delincuentes, mujeres que no respetan la moral, enemigos de la patria, traidores, disidentes políticos, subversivos, inmigrantes clandestinos, rebeldes, saboteadores… Nadie, por supuesto, asocia el verbo “confinar” con una experiencia divertida o agradable. Por eso resulta tan raro que una época como la nuestra, tan favorable a las mentiras y a los eufemismos, no haya encontrado otro verbo mucho más engañoso para describir la situación que ahora mismo están viviendo muchos ciudadanos de Palma o de Madrid: el confinamiento en su propio barrio, el encierro que ya vivimos durante tres largos meses desde febrero hasta mayo del 2020, Año de la Rata según el horóscopo chino. 

El confinamiento que vivimos en España, por cierto, fue uno de los más duros y de los más largos del mundo. Y cosa curiosa, casi todo el mundo lo aceptó con extraordinaria resignación. En un país con fama de rebelde e ingobernable, apenas hubo resistencia ni sabotajes. Y en un país con fama –siempre merecida– de politizarlo todo, desde la vida cotidiana a las crónicas de sociedad, tampoco hubo manifestaciones ni protestas, aparte de las caceroladas de los idiotas de siempre (unos contra la monarquía y otros contra el gobierno). Y en cambio, hubo aplausos en los balcones, y esos aplausos fueron mayoritarios al principio, y entusiastas, y sinceros, aunque poco a poco fueron perdiendo intensidad. Yo salí a aplaudir con fervor al principio, en las frías tardes de febrero, y me encontraba con un montón de familias subidas a la azotea o asomadas al balcón, y gente que ponía música y bailaba y sonreía, y por la calle flotaba esa rara unanimidad que se percibe muy pocas veces en la vida. Uno de los días más hermosos fue cuando vimos salir a los empleados del supermercado de la esquina, y de pronto todos redoblamos los aplausos desde los balcones y las ventanas, y los empleados –ellos y ellas, tan agotados que casi no podían caminar– nos respondieron con sus aplausos desde la calle. 

Ese día supuso el clímax de nuestro entusiasmo, pero poco a poco los ánimos empezaron a flaquear en nuestra calle. Supongo que los vecinos empezamos a darnos cuenta de que el gobierno central nos estaba usando como comparsas de su política propagandística. No hacía falta ser muy listo, porque la manipulación era tan vergonzosa –sobre todo en los informativos de TVE y en otras cadenas de televisión– que resultaba evidente que el gobierno de Pedro Sánchez se apropiaba de esos aplausos, que iban destinados a los médicos y sanitarios y trabajadores de supermercados, para convertirlos en aplausos dirigidos hacia su propia política, por lo general megalomaníaca y puramente oportunista (Sánchez es el político más narcisista de esta época descaradamente narcisista, y quizá ahí radique el secreto de su éxito). Y así, poco a poco, el entusiasmo de los aplausos en los balcones se fue enfriando por completo. Y cuando llegó el mes de mayo, ya sólo aplaudían los más fanáticos o los más ilusos (si es que se puede diferenciar a unos de otros).

¿Qué va a pasar ahora que se han vuelto a imponer confinamientos parciales, como los de Palma o Madrid? Nadie lo sabe. Desde luego, la situación económica –y moral– de la gente no es en absoluto comparable, porque el confinamiento de febrero se vivió como una extraña concesión de vacaciones anticipadas, mientras que ahora la mayoría de ciudadanos están muy preocupados por la situación económica y la ruina incipiente. De momento, ni un solo confinado –que sepamos– ha salido al balcón a aplaudir a nadie, y todo parece que se va a volver a contaminar –fieles al patrón hispánico– por la manipulación política más desvergonzada. Quienes en Madrid se manifiestan contra el confinamiento impuesto por Isabel Díaz Ayuso no saben –o prefieren no saber– que los suyos han impuesto el mismo confinamiento –segregador y clasista, como dicen ellos– en algunos barrios humildes de Palma habitados mayoritariamente por inmigrantes. Si fuéramos un país inteligente –no lo somos– procuraríamos dejar los enfrentamientos políticos para otro momento, porque una pandemia y una hecatombe económica no son los mejores momentos para embarrarse en batallitas ideológicas. Por supuesto, no lo haremos. Y ahora, en vez de aplaudir, nos dedicaremos a insultar y a gritar todo lo que podamos. Y que Dios nos asista.

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