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Eduardo Jordà

Cantos gregorianos

En el otoño de 1879, R.L. Stevenson -el autor de La isla del tesoro, algo que conviene recordar en estos tiempos de ignorancia narcisista- estuvo viviendo en la comarca californiana de Monterey. Un día fue a visitar la antigua misión de Carmel, fundada más de un siglo atrás por los frailes mallorquines de Fra Juníper (o Fray Junípero) Serra. Lo único que se encontró Stevenson fue una lápida de un viejo cementerio que había sido arrancada y usada como blanco para hacer puntería con tiros de pistola. Semanas después, Stevenson volvió a la misión y se encontró con un coro de indios que entonaban en la capilla cantos gregorianos en latín. Un indio ciego, de unos ochenta años, dirigía el coro. Stevenson contó aquella visita a la iglesia de Carmel en uno de sus mejores libros de viajes, De praderas y bosques: "Nunca he visto rostros más vívidamente iluminados de alegría que el de esos cantores indios? Y conmueve el corazón recordar a aquellos buenos padres de antaño que les enseñaron a trabajar la tierra, a leer y cantar, que les dieron libros de misa que los indios aún conservan y estudian en sus chozas, y que ahora han sido reemplazados por codiciosos ladrones de tierras y sacrílegos tiradores de pistola. Ese es el aspecto horrible que presenta nuestro protestantismo anglosajón frente a las obras de la Compañía de Jesús".

Es evidente que Stevenson confundía a los frailes franciscanos de Fray Junípero con los misioneros jesuitas de las "reducciones" del Paraguay (las que inspiraron la película "La misión", por cierto). Pero lo que está claro es que nadie ha expresado mejor que él la admiración hacia los frailes mallorquines que colonizaron California y el desprecio hacia los colonos norteamericanos que los sustituyeron. Es cierto que los frailes mallorquines obligaron a trabajar a los indios en "presidios" y que las enfermedades diezmaron a los nativos. Es cierto que hubo revueltas, y en una de ellas, los indios mataron a flechazos a uno de los frailes, Lluís Jaume (Jayme, dicen los documentos), que era de Sant Joan. Y también es verdad que Fra Juníper era un hombre difícil que tenía una visión milenarista de la existencia humana. No creo que fuera fácil convivir con él. Tampoco creo que fuera una persona con la que apeteciera salir a dar un paseo.

Sin embargo, convendría preguntarse si cualquiera de nosotros se atrevería a hacer lo que Fray Junípero y sus frailes hicieron hace dos siglos y medio en lo que entonces se llamaba Alta California. Hoy en día, cualquier mequetrefe que cuelga vídeos de bailoteos en Tik Tok se siente autorizado a insultar a Fray Junípero sólo porque ha oído decir que fue racista. E incluso ha habido gente que ha pedido derribar su estatua en la plaza de Sant Francesc de Palma (quienes derriban estatuas siempre están pensando en secreto en la estatua que se erigirían a sí mismos, por lo general el doble de grande de la que están derribando). Y peor aún, si alguien se atreviera a escribir ahora algo como lo que escribió Stevenson hace siglo y medio sobre los frailes mallorquines, enseguida lo tacharían de racista y de supremacista blanco y se reclamaría a gritos que sus libros fueran quemados en la plaza pública. Pero la pregunta que podemos hacernos sigue siendo la misma. ¿Eran racistas aquellos frailes? ¿Y eran unos asesinos genocidas y sádicos, tal como los están llamando ahora los fanáticos intelectuales "woke" en las redes sociales?

Visto con arreglo a lo que ahora consideramos racista, quizá sí fueran racistas, porque desde luego aquellos frailes estaban convencidos de que los indios de California, que vivían prácticamente en la Edad de Piedra y se dedicaban a la economía de subsistencia de los cazadores-recolectores del Paleolítico, eran unos "salvajes" que debían ser educados y civilizados. Pero en cambio, si lo pensamos con arreglo a lo que era habitual en 1750 (o incluso dos siglos más tarde), aquellos frailes mallorquines trataron con un insólito respeto a los indios, a los que no consideraban "bestias inmundas" ni "súcubos infernales", sino personas dignas de ser alfabetizadas y educadas en las enseñanzas de la Iglesia (y eso incluía, no lo olvidemos, los cantos gregorianos que Stevenson oyó cantar en la iglesia de Carmel). De modo que podemos poner en cuestión la obra de los misioneros mallorquines -nadie preguntó a los indios de California si querían ser "civilizados"-, pero aquellos misioneros no fueron racistas ni genocidas ni nada parecido. O al menos no lo fueron en los términos simplistas y pueriles con que ahora juzgamos las cosas.

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