Diario de Mallorca

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José Carlos Llop

Decíamos ayer...

Empecemos por lo primario: Junípero Serra era uno de los nuestros. Es uno de los nuestros y como tal debería ser defendido

Vivimos un tiempo donde la mayor estupidez que suceda al otro lado del globo inmediatamente tiene eco allí donde vivamos. La mariposa que bate sus alas en un lugar del hemisferio y provoca un tsunami en el otro ya no es una teoría sino algo que ocurre todos los días y suele hacerlo en favor de lo peor y pocas veces de lo bueno.

Palma no es una ciudad que haya tenido suerte con sus monumentos y esculturas y tampoco con la mayoría de sus emplazamientos. Se han destacado mediocridades y se han medio escondido algunas de las obras que sí son estupendas: por su importancia y valor artístico. A mí me gusta mucho, por ejemplo, la de Rubén Darío en el Passeig Sagrera, pero me gustaba más su emplazamiento de hace décadas, más principal que el de ahora, que está como en retirada y a punto de meterse en Atarazanas a tomar unas copas. Rubén Darío fue clave para modernizar literariamente el castellano y equipararlo a las corrientes europeas de su época. Y escribió alguno de los poemas más importantes que se hayan escrito y escribirán sobre Mallorca: pienso en la Epístola a Madame Lugones, pero hay más. Su paso por el Palau del Rei Sanxo y la Cartuja de Valldemossa permanece como uno de los mitos locales del siglo XX y su estatua es una obra magnífica -repito: magnífica- del escultor porrerenc Antoni Oliver. Entre mis favoritas le siguen el monumento a Maura, de Mariano Benlliure, el huevo de Miró frente al palacio March y la extraordinaria Nancy, de Calder, tan maltratada ornamentalmente por el ayuntamiento con peanas de piedra y cadenotas a su alrededor. Nunca la desnudez, complejidad y refinamiento de una escultura como Nancy fueron abofeteados de tal manera (además de tenerla perdida durante años en un almacén municipal, pero esa es otra historia).

Vaya esto por delante antes de afirmar que la estatua levantada al gran Junípero Serra y situada frente a la fachada barroca de Sant Francesc es un monumento edulcorado y cursi -lo del joven indio clama al cielo- y digamos que Horacio Eguía, su autor, no se lució. De simbología facilona y estética que roza no sé si lo pompier o la porcelana de Lladró, en la plaza de Sant Francesc chirría y ha chirriado siempre y estoy hablando de decoración urbana, de nada más. Porque de lo demás, hablaré después. No de la fiebre de derribar estatuas y reinventarse la Historia porque de eso ya han escrito en mi ausencia Ramon Aguiló y Jorge Dezcallar (este con un artículo impecable) y no hay que repetirse. Pero sí de la paupérrima defensa local de uno de los grandes hombres que ha dado la isla. Del silencio ante los insultos y humillaciones a uno de los nuestros, mejor representado en la biblioteca del Congreso en Washington que en su propia casa. Del silencio público de las instituciones y sobre todo de la más cercana a Serra, se supone, que es la Iglesia. Sólo el cronista de Palma, Bartomeu Bestard, habló en su defensa.

Empecemos por lo primario: Junípero Serra era uno de los nuestros. Es uno de los nuestros y como tal -es decir, con cierto orgullo y digo cierto porque somos mallorquines y nunca hay que exagerar- debería ser defendido ante ataques injustificados. Recuerdo que, hace años, un amigo mío se tomó algunas libertades con Miguel Delibes por no recuerdo qué asunto y en Valladolid casi lo declaran persona non grata. Con Junípero Serra han pasado estas semanas cosas peores y no sólo no se le ha defendido sino que el fantasma del autoodio se ha paseado por nuestros periódicos y televisiones una vez más. Con sonrisilla petulante en lo académico -ay, qué mala digestión la de las lecturas de Frantz Fanon y Samir Amin en la juventud- y con opacidad muda y vergonzante en lo eclesiástico. Tengan por seguro que de ser italiano Serra, en Estados Unidos habría actuado la mafia, sin contemplaciones, y en Italia habrían hablado, loando su obra, desde la parroquia más pequeña hasta El Vaticano en Roma. Lo dijo un periodista romano al día siguiente de que pintaran la estatua de otro grande, Indro Montanelli: "Yo se la haría limpiar con la lengua".

Aquí no: aquí pasó lo que está pasando en California y demás estados y los pocos que hablaron o actuaron se sumaron a las críticas: con entusiasmo, displicencia, endeble andamiaje intelectual y la violencia final de las pintadas insultantes sobre la peana de Sant Francesc. ¿Por su cursilería? Quiá; esto les importa poco. El autoodio funciona tan bien como los celos y las envidias: es una pócima fetén para cohesionar la sociedad destruyéndola desde dentro de esa misma cohesión. Estos días, en su tierra natal, a Junípero Serra se le ha llamado racista, colonialista, imperialista y no se le ha llamado pederasta -que no lo fue, como no fue nada de lo anterior- porque de haberlo hecho quizá habría tenido más defensas, públicas y subterráneas, y en distintos frentes.

La leyenda dice que para que Mallorca no se hunda ha de tener tres santos: Catalina Tomàs fue la primera y Alonso Rodríguez -que no era mallorquín de nacimiento, ay, pero que se santificó entre los muros de Montesión- fue el segundo. Junípero Serra fue el tercero y estábamos, parecía, salvados. Hasta hoy, que se le vitupera y apenas nadie le defiende. ¿Uno de los nuestros?: ¡ja! Otro gallo habría cantado de ser Ramon Llull el vituperado y esto tiene poco que ver con la filosofía o la santidad. Fray Junípero Serra murió a causa de la mordedura de una serpiente. Visto lo visto estas semanas y si no fuera porque, ya en la Antigüedad, Plinio aseguró que en isla carecíamos de animales venenosos -nada dijo de los humanos-, podríamos asegurar que la serpiente era nuestra. Pero no: el espécimen fue cascabel. Su sombra, de todos modos, se ha paseado entre nosotros mientras al otro lado del océano vejaban las estatuas del santo y arrastraban su nombre por el barro y aquí se callaba o se sumaban -algunos- encantados de hacerlo. Somos lo que no hay. O somos, exactamente, lo que hay y me viene al pelo esta cita de Schiller que leí en los últimos Diarios de Jünger, la tarde del miércoles pasado junto al mar de todos los veranos: 'el mundo adora oscurecer lo radiante y difamar lo sublime'. Mientras tanto, ojo, que no sea el cemento el que vaya a hundir Mallorca en el Mediterráneo, sino nuestra habitual ingratitud con los mejores.

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