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El cura de prisiones delator

El padre Aguiló Forteza, capellán de la prisión de Palma entre 1938 y 1945, se caracterizó por tratar con condescendencia a los republicanos encarcelados

El Convento de los Capuchinos, antigua prisión de Palma.

La figura del sacerdote Joan Aguiló Forteza es poco conocida, pero desempeñó un papel importante en el entramado represivo de la dictadura franquista entre los años finales de la Guerra Civil, a partir de 1938, y los más duros de la posguerra, hasta que en 1945 concluyó la Segunda Guerra Mundial. El padre Aguiló, que había sido capellán de la prisión de Manacor, sin que se tengan datos sobre su actuación en una de las zonas de Mallorca en la que la represión alcanzó cotas más duras, fue nombrado en 1938 capellán de la cárcel de Palma, la de Capuchinos, lindante con la plaza de España, permaneciendo en ella hasta 1945. De esos siete años sí hay constancia de su actuación. 

El historiador Antoni Marimon, profesor de Historia Contemporánea en la UIB, ha recogido multitud de documentos sobre el sacerdote gracias a los papeles que le fueron entregados por Antoni Mas Llabrés, un gran aficionado a la historia , resalta el profesor Marimon. En las jornadas sobre memoria democrática de la Iglesia católica en Mallorca, celebradas en Sencelles en abril del pasado año, se puso sobre la mesa la actuación del cura Aguiló, un clérigo peculiar, que combinaba una cierta condescendencia hacia los republicanos presos en Capuchinos con total lealtad a las autoridades franquistas, hasta el punto de aceptar ser puntual informador de todo lo que ocurría en la cárcel, sin obviar las fichas de los republicanos. El padre Aguiló fue un confidente, como tantos otros sacerdotes que en la España de la posguerra no dudaron en colaborar con los encargados de dirigir la represión contra los republicanos, incluso llegando a protagonizarla en determinados casos. 

El historiador Antoni Marimón ha estudiado la figura del padre Aguiló.

Marimon destaca que la de Capuchinos era una prisión “seria”, en la que no se registraban “sacas” de presos para fusilarlos en las cunetas, una de las actividades a las que los falangistas se dedicaron a lo largo de la Guerra Civil, sino que los que en ella estaban recluidos eran sentenciados en consejos de guerra, casi siempre sumarísimos, para, si se había dictado pena de muerte, ser fusilados. Capuchinos no era Can Mir (la actual sala Augusta) donde las “sacas” estaban a la orden del día. En Capuchinos a los condenados a muerte se les ponía en capilla (fue el caso del alcalde Darder, Alejandro Jaume, Mateu y Qués) antes de fusilarlos al despuntar el día. 

En ese centro penitenciario, donde hoy sigue estando el convento, el padre Aguiló desempeñó sus funciones de capellán. Antoni Marimon precisa que los capellanes de prisiones constituían cargos oficiales, provistos de un enorme poder dentro de los muros de las cárceles, que el padre Aguiló supo utilizar. El historiador define al sacerdote como “persona que hacía su trabajo, pero sin exhibir rencor”, el que sí demostraron muchos de sus colegas. Lo que no obvió el padre Aguiló fue su labor de “espionaje y delación de los republicanos encarcelados” llegando a elaborar fichas de cada uno de ellos, “por orden del director de la prisión”, recalcaba el sacerdote. En las fichas se valoraba la predisposición de los republicanos a acomodase a las normas. Joan Aguiló Forteza cuando tenía que delatar, “delataba”, asegura Marimon, añadiendo que “ser delator iba en el cargo”. 

Un balcón para el pecado

Joan Aguiló había nacido el 5 de febrero de 1902 en Manacor siendo ordenado sacerdote en 1930, un año antes de la proclamación de la Segunda República. Los capellanes de las prisiones tenían la orden de que los presos se comportasen “como buenos cristianos”, tal como en la Guerra y los años posteriores el concepto era entendido por las autoridades de la dictadura. También debían dar su aprobación a las peticiones de libertad condicional. Los capellanes estaban muy vinculados a lo que se denominaba Redención de Penas por el Trabajo. Existen datos que permiten colegir, dice Marimon, que el padre Aguiló sustituyó como capellán de Capuchinos a un joven sacerdote que, al iniciarse la Guerra Civil, siendo todavía seminarista, había formado parte de las escuadras falangistas que se dedicaban a asesinar a republicanos fusilándolos en las cunetas. Parece, aunque no existe constancia fidedigna, que el sacerdote en cuestión era Antonio Garau. Los datos los suministró un republicano menorquín, encarcelado en Capuchinos, llamado Bartomeu Pons Sintes. El preso menorquín destacaba que “a pesar de la campechanía del cura Aguiló, convenía estar a bien con él, ya que era quien informaba a la dirección de quién podía, y quién no, recibir visitas, tema que a los menorquines nos preocupaba seriamente”. 

Fue el cura Aguiló quien descubrió un peculiar entretenimiento de los presos. Desde una celda donde estaban políticos que el citado Pons Sintes califica de “enchufados” (el menorquín pertenecía al sindicato anarquista CNT) podía verse el balcón de un prostíbulo al que se asomaban algunas mujeres, que, al percatarse de que eran observadas, se quitaban la ropa “para mostrar sus rotundas redondeces, lo que para nosotros era un fragmento del paraíso tras la forzada abstinencia”, enfatizaba el anarquista. Cuando el padre Aguiló se percató del asunto ordenó taxativamente que se cerraran balcones y ventanas, aunque no ordenó represalias ni contra las mujeres del burdel ni contra quienes las miraban desde la prisión. 

Derribo de la antigua prisión provincial.

En un documento hallado por el profesor Marimon se concreta el trabajo de información y delación que llevaban a cabo los capellanes de prisiones. Se trata de un informe que “en cumplimiento de la dirección del día 7 de diciembre de 1941” redactó el padre Aguiló. Era una suerte de plantilla mecanografiada con el nombre de 80 presos. Bajo 34 de los nombres, escrito a mano, se puede leer una sucinta exposición, de entre una y siete líneas, escrita sin duda por el sacerdote. En ellas hay datos sobre lo que hacían, opinaban y pensaban los presos, así como la consideración que de cada uno de ellos tenía Joan Aguiló. La cuestión religiosa ocupaba un lugar muy importante en las fichas. Algunos eran calificados de “antirreligiosos”, caso de Antonio Mora Mas, Guillem Gayá Nicolau, Angel Ballesteros, Andreu Bosch y Julio Sans. Otros merecen la consideración de “arreligiosos” término aplicado a Antoni Covas, Guillem Vallori, Gabriel Triay, Julio Zarzora Alonso y Miguel Guasp. Andreu Bosch Marí era estimado por el padre Aguiló como persona de “costumbres relajadas”. También valoraba la actitud política. De Miguel Mercadal Ramis anotó que era de “ideas izquierdistas”, mientras que de Miquel Juliá especificaba su condición de “comunista” y de Antonio Gomila su filiación “socialista, mientras que Antonio Guerra Godoy tenía “ideas anarquistas”. El sacerdote en algunos casos llegaba a matizar que determinados presos todavía no estaban “del todo incorporados al Movimiento” o que no se mostraban “a favor del Movimiento” (los golpistas llamaron a su sublevación Glorioso Movimiento Nacional). En el documento hay valoraciones personales: se habla de “buenas” y “malas” personas y de “inmorales”. El que salió peor parado fue Miquel Mercadal Ramis, dirigente del PSOE en Inca. 

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